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A la búsqueda de explosivos en Afganistán.

14/08/2012 (ElMundo.es)

"Te lo explican como si esto fuera la guerra, pero no es tanto como cuentan", asegura el paracaidista Ruiz, cuando se le interroga sobre su trabajo. Él, junto a cinco soldados más y un sargento, constituyen uno de los seis pelotones de zapadores españoles que se encuentran destinados en la provincia Badghis, en el noroeste de Afganistán. Su vehículo es el que siempre va primero en los convoyes militares, con una especie de rodillos gigantes para activar por presión posibles minas enterradas en el camino por la insurgencia. Ellos son también quienes se pasean con detectores de metales por las carreteras, en busca del enemigo escondido: los temidos artefactos explosivos.

"Lo peor de todo es que se nos ha estropeado el aire acondicionado del vehículo", comenta otro zapador, el soldado Moreno, desviando la atención, intentado restar importancia a su cometido. "A veces te dan ganas de bajar del vehículo, aunque sólo sea para que te dé el aire", bromea.

"Ya conocemos mejor el terreno y podemos discernir mejor dónde hay una amenaza realmente"

Los zapadores se desplazan en un RG-31 que avanza con movimientos lentos y cruje por todas partes, como si estuviera a punto de desmontarse. El responsable del pelotón, el sargento Escofet, va en el asiento del copiloto y dirige la operación. Él decide cuándo hay que bajar del blindado a reconocer el camino, y cuándo no. "Duermo bien por las noches", comenta cuando se le pregunta qué supone trabajar bajo la presión de que de él depende la seguridad del resto del convoy. "Hemos hecho seis meses de instrucción específica en España, antes de venir a Afganistán. Nos han preparado muy bien", aclara. Aún así, la tensión resulta inevitable.

En la parte trasera del RG-31 viajan cuatro zapadores más, sin casi poder moverse, con las rodillas chocándose las unas con las otras por la falta de espacio, en una postura francamente incómoda. De repente la puerta del blindado se abre y todos salen al exterior como si agradecieran poder estirar las piernas, si no fuera porque se juegan la vida. En el interior del vehículo se hace un silencio sepulcral. Parece que los se quedan dentro aguanten la respiración por lo que pueda suceder fuera.

Conociendo el terreno

"Bip, bip, bip", es lo único que se oye, con una cadencia constante y repetitiva, que se te mete en la cabeza. "Es la radio, que indica que todos los equipos funcionan bien", explica el tirador, el paracaidista Puig. El ruido resulta soporífero. "Aquí hay que luchar contra el sueño como puedas", reconoce el propio soldado, mientras los zapadores rastrean el camino una y otra vez con sus detectores de metales, como si fueran palos de ciego, buscando lo que no pueden ver a simple vista. La operación se hace eterna.

"Cuando sales del vehículo no piensas que te va a pasar algo. Sales y ya está, e intentas hacer tu trabajo lo mejor que puedes", afirma el soldado Moreno, cuando regresa al blindado empapado de sudor y con cara de cansancio. "Los estadounidenses tienen un vehículo que lleva una plataforma que es un detector de metales gigante con el que pueden encontrar los artefactos explosivos sin tan siquiera bajarse del vehículo", apunta otro zapador, el paracaidista Ruiz. "Como ellos tienen dinero, se lo pueden permitir... En cambio nosotros nos las tenemos que arreglar con esto", añade con resignación, señalando el detector manual de metales.

"Cuando llegamos a Afganistán en junio, revisábamos todas las esquinas y nos parábamos cada dos por tres. Ahora ya conocemos mejor el terreno y podemos discernir mejor dónde hay una amenaza realmente", explica el sargento Escofet. Aun así desplazamientos de sólo 20 kilómetros duran horas. Los zapadores acaban la misión cubiertos de polvo y la cara empapada, con gotas de sudor que les resbalan por la barbilla. Viéndolos, te recuerdan a esos soldados que a menudo aparecen en las películas de guerra, pero con la diferencia de que aquí, en Afganistán, no se trata de ninguna ficción, sino la realidad del día a día.