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Carta a Noel

Estimado Papá Noel:

Me dirijo a ti después de haberlo intentado todo. Sé que quizás no te importe, pero soy suboficial sargento primero de las Fuerzas Armadas que, antes de recurrirte en última instancia, empezó su andadura en busca de ayuda en los Reyes Magos.

A Baltasar le pedí mejorar mis condiciones económicas y me dijo que le mirara el color del pellejo, que él solo podía darme oro del que descomía el agareno, resignado le pedí a Melchor mejoras profesionales y me ofreció mirra para tapar el tufo de la realidad vigente en estricto cumplimiento de la Ley de la Carrera Militar. Sin que llegara a pedirle a Gaspar las mejoras sociales, me confirmó lo que ya esperaba, que él solo entregaba humo.

Como soy persona leal me encomendé a los tres Cuarteles Generales esperanzado en que esa lealtad era esférica, y me contestaron que el balón fiel lo encontraría en el Ministerio de Defensa, parece ser que no era reglamentario y están consultando a la FIFA.

Estuve hurgando por todos los bazares sarracenos en busca de la lámpara de Aladino que, curiosamente, significa esperanza o gloria en la fe. Encontré varias, pero por más que frote se oía una constante voz que me exhortaba a esperar a tiempos mejores, que en ese momento era un genio en funciones. Por más dinero que eché en los pozos míseros de los deseos, todo mi dinero se fue en pagar letrados, procuradores y costas de una justicia que solo se pueden permitir los justos. Parece ser que yo soy la antítesis de uno.

Los tres poderes me trataron mal con diferentes actitudes: el judicial aplicó la Ley interpretándola cuando supo y, cuando no, pidiéndole a la otra parte que emitiera informe sobre si yo tenía razón. Tan justo fue que perdí mi esperanza en él. El legislativo se escondió en comisiones y observatorios que me regalaron el oído, pero no transformaron en decreto lo que el reglamento me perjudicaba. El ejecutivo me abandonó a un Consejo ciego, para representar a un colectivo sordo y mudo, para desesperanza del taquígrafo manco que regenta su Secretaría.

Ya sé lo que sintió Quasimodo socialmente, un contrahecho. Ni siquiera la Santísima Trinidad pudo hacer nada por causas de la división de poderes, ya se sabe, al César lo que es del César, y tú no lo eres.

No me quedó más remedio que preguntar a mis hijos, Julia tiene ocho años, Sara once y Ramón quince. Mi mujer nos abandonó hace dos años tras mi segundo cambio de destino forzoso y aún lloramos su pérdida. Me aconsejaron dos cosas: una, que acudiera a ti, y la otra que, como yo les advertí, solo podría pedir un deseo. He tardado unos cuantos meses en decidirme y lo he hecho hoy, al dejar a mis hijos con mi vecina antes de entrar de guardia, mientras iba al coche.

Pensé, como te decía, que tengo que ir en la próxima rotación al Líbano. No tengo hermanos y, donde estoy destinado, tampoco otra familia. También me vino a la cabeza que cuando vuelva, junto a otros muchos soldados de sueldo mileurista, seré reintroducido en mi hábitat natural de abandono profesional en la España olvidada. Me eché a llorar, y con mis 47 años lo tengo claro, solo te pido una cosa:

DIGNIDAD

 
 
 
 
 
 
 
 
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